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Sobre ganar el Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 2023

Es domingo, 5:33 de la mañana. Hace unos días anunciaron que gané el Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 2023. El premio existe desde 1978 y lo han ganado autores y autoras que admiro. Es, quizás, uno de los más importantes a nivel nacional. En esta última semana me han preguntado varias veces: ¿cómo te sientes? No sé cómo responder porque nunca he sido especialmente hábil para expresar sentimientos propios. Me siento igual que siempre: cansado, feliz, angustiado por la carga de trabajo, tranquilo, ansioso por la salud de mi espalda y, tal vez la gran diferencia, más agradecido que de costumbre.


En 2003, dejé de ir a la universidad tres días después de iniciado el semestre. Al cuarto no regrese. Estudiaba el tercer semestre de ingeniería industrial. A pesar de haber estado entre los mejores promedios de mi generación el primer año, en las clases leía bestsellers y escribía textitos bobos. Recién descubría la literatura como estilo de vida, como alimento vital, y todo cambió a partir de ese momento.


Estudié letras inglesas en la Universidad Católica de Chile porque en la malla curricular había una clase llamada Shakespeare. Hasta hoy es uno de mis autores favoritos. La profesora Beatriz Kase estuvo a la altura, aunque quizá yo no. Leí casi todo lo asignado (en todas las clases, no solo en esa) pero mi prioridad era escribir. También los videojuegos. No sería escritor sin Nintendo. Es una de las principales fuentes de mi creatividad y también una de las razones por las que mis personajes sufren el síndrome de Peter Pan. Como sea, en la universidad leía, jugaba y escribía. Fueron años entrañables y de profunda tristeza. Extrañaba a mi familia; se incendió uno de los departamentos donde vivía; un grupo de neonazis me agarró a golpes, sin provocación, en la esquina de 11 de septiembre y Pedro de Valdivia. Pero también asistí a los talleres de narrativa de Alejandra Costamagna, Pablo Simonetti y Andrea Jeftanovic; conocí un país bellísimo y a su gente extraordinaria, y me atasqué de pasta, sopaipillas, empanadas de pino, entre otras delicias chilenas.


En Chile desarrollé mi estilo y gané mis primeros concursos (el Neruda 100 años, el de dramaturgia de Mago Editores, entre otros). Al regresar a Monterrey, seguí escribiendo, obviamente. Terminé una novela larguísima que, me parece, aún está guardada en alguna carpeta en la nube. Nunca la he revisitado y no me interesa releerla, menos trabajarla. Tampoco regresaré a la siguiente que escribí: mi primera novela oficial, escrita en veintiún noches y publicada en 2012. La aprecio mucho, pero solo porque me quitó la maldita ansiedad de publicar.


De regreso a los agradecimientos. Mi familia me ha apoyado siempre en esta locura. No debió ser fácil para mis padres ver a su hijo mayor abandonar una prestigiosa universidad para emprender (en otra universidad de prestigio, eso sí) una aventura literaria. Sin embargo, confiaron en mi disciplina y consistencia, porque ellos son así. Mi mamá es incansable. Mi papá es una máquina. Mi hermana es una alcanza sueños. A mí me preguntan si tengo clones. Nos gusta trabajar con propósito.


También es una locura la paciencia de mi esposa e hijo. “Voy a la oficina a escribir”, les digo con demasiada frecuencia. Y mi hijo reclama porque quiere seguir jugando conmigo. Entonces me preparo un café y aprovecho esos minutos para seguir fingiendo que soy Júpiter, un electrón o algún enemigo de Mario Bros, aunque ya distraído, con la mente en la última página escrita.


Soy una persona de poquísimas amistades. Con tantos cambios de casa, de ciudad y de país, aprendí a construir amistades desechables. Pero me engaño. En realidad, mantengo contacto con tres o cuatro personas del pasado y en la actualidad valoro como pocas cosas la amistad de Francesco Spano, talentosísimo escritor italiano. Gracias a su ejemplo, me siento más confiado en mi escritura. Daltónico, la obra ganadora del premio, está dedicada a él.


Un par de cosas más antes de cerrar. Lo más importante en mi escritura ha sido el amor propio. No en un sentido egoísta o pretencioso. Me refiero al valor de aceptar mis gustos y preferencias. Soy una persona muy privilegiada y también altamente convencional. Mis aspiraciones intelectuales son modestas. Mi principal interés es estar tranquilo. Me han criticado porque escribo novela juvenil, leo comics de Superman, juego Nintendo como si tuviera doce años y porque aún leo, de vez en cuando, bestsellers de autores estadounidenses (en general, siempre leo lo que quiero). También porque no me gusta el cine, porque voy al estadio a ver a Rayados y porque soy vegano (pero a qué vegano no critican por ser vegano). Aceptar y valorar toda esta complejidad individual, en su mayor parte circunstancial e involuntaria, me ha convertido en el escritor que ganó uno de los premios de novela más importantes de México.


Por último, gracias al jurado del premio, al INBA (en particular a su directora general, Dra. Lucina Jiménez, por su amable llamada), al gobierno de Michoacán (a la maestra Tamara Sosa Alanís, secretaria de cultura, por la charla tan amena, y a Albha, coordinadora de literatura, por sus atenciones), y a todas las personas que me han apoyado y felicitado en estos días. Tengo como treinta amigos nuevos en Facebook. La mitad ya me invitó a eventos a los cuales no asistiré. Gracias, aprecio la intención, pero prefiero la soledad.

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